LA SANTIDAD NO ES UNA OPCIÒN


SEGUID LA PAZ CON TODOS, Y LA

SANTIDAD, SIN LA CUAL NADIE

VERA AL SEÑOR.

Hebreos 12:14

¿Qué es lo que significan exactamente las palabras “sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor”? En último análisis, ¿depende en alguna medida nuestra salvación de que alcancemos algún nivel de santidad personal?

Sobre esta cuestión las Escrituras son claras en dos sentidos. Primero, los mejores creyentes jamás pueden por sí mismos merecer la salvación basados en su santidad personal. Nuestras acciones justas son como trapos de inmundicia a la luz de la santa ley de Dios (Isaías 64:6). Nuestras mejores obras están manchadas y contaminadas con la imperfección y el pecado. Como lo expresó uno de los santos hace algunos siglos: “Hasta nuestras lágrimas de arrepentimiento tienen que ser lavadas en la sangre del Cordero.”

Segundo, las Escrituras se refieren repetidamente a la obediencia y a la justicia de Cristo manifestadas a nuestro favor. “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19). “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevamos a Dios” (1 Pedro 3:18). Estos pasajes nos enseñan lo referente a un doble aspecto de la obra de Cristo a nuestro favor. Se los menciona a menudo como su obediencia activa y su obediencia pasiva, respectivamente.

La obediencia activa se refiere a la vida sin pecado que vivió Cristo aquí en la tierra, a su obediencia perfecta y a su santidad absoluta. Esa vida perfecta se le acredita al que confía en él para su salvación. Su obediencia pasiva se refiere a su muerte en la cruz, mediante la cual pagó completamente la pena correspondiente a nuestros pecados, y así dio satisfacción a la ira de Dios hacia nosotros. En Hebreos 10:5-9 vemos que Cristo vino a cumplir la voluntad del Padre.

Luego el escritor agrega: “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). De modo que vemos que nuestra santidad delante de Dios depende enteramente de la obra que Jesucristo hizo por nosotros, por la voluntad de Dios.

¿Se refiere Hebreos 12:14, por lo tanto, a esa santidad que tenemos en Cristo? No, porque en este punto el escritor está hablando de una santidad que tenemos que procurar alcanzar; tenemos que “procurar. . . la santidad”. Y sin esta santidad, dice el escritor, nadie verá al Señor.

Las Escrituras hablan tanto de una santidad que nosotros tenemos en Cristo ante Dios, como de una santidad que nosotros tenemos que buscar insistentemente. Estos dos aspectos de la santidad se complementan mutuamente, porque nuestra salvación es una salvación para ser santos: “Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1 Tesalonicenses 4:7). A los corintios Pablo les escribió: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Corintios 1:2). La palabra traducida santificados significa “hechos santos”. Es decir, por Cristo somos hechos santos en cuanto a nuestra posición delante de Dios, pero somos llamados a ser santos en la vida diaria también.

De manera que el escritor de la Epístola a los Hebreos nos está advirtiendo que debemos tomar en serio la cuestión de la santidad personal y práctica. Cuando el Espíritu Santo entra a morar en nuestra vida en el momento de recibir la salvación, viene con el fin de hacernos santos en la práctica. Si no existe, por lo tanto, cuando menos un anhelo en nuestro corazón de vivir una vida santa agradando a Dios, tenemos que considerar seriamente si nuestra fe en Cristo es realmente genuina.

Cierto es que este deseo de santidad puede ser nada más que un chispazo al comienzo. Pero ese chispazo tiene que aumentar hasta convertirse en una llama — un deseo apasionado de vivir una vida enteramente agradable a Dios. La salvación genuina trae consigo un deseo de ser hechos santos. Cuando Dios nos salva por medio de Cristo, no sólo nos salva del castigo que corresponde al pecado, sino también de su dominio.

El obispo anglicano Ryle dijo: “Dudo realmente que nosotros tengamos alguna base para decir que posiblemente el hombre puede convertirse sin que al mismo tiempo se consagre a Dios. Desde luego que puede indudablemente experimentar mayor consagración, y así ocurrirá a medida que su gracia vaya aumentando proporcionalmente;

pero si no se consagró a Dios el mismo día en que se convirtió y nació de nuevo, entonces no entiendo lo que significa la conversión.”

El sentido de la salvación es justamente que seamos “santos y sin mancha delante de él” (Efesios 1:4). Seguir viviendo en el pecado cuando somos creyentes en Cristo es ir en contra de los propósitos mismos de Dios en cuanto a nuestra salvación. Uno de los escritores de hace tres siglos lo expresó de esta manera: “Qué clase tan extraña de salvación anhelan los que no se preocupan por la santidad. . . Quieren ser salvados por Cristo, y al mismo tiempo estar fuera de Cristo, viviendo en un estado carnal. . . Quieren que se les perdone los pecados, no a fin de poder caminar con Dios en amor de ahora en adelante, sino a fin de que puedan practicar su enemistad con él sin temor al castigo.”

La santidad, por lo tanto, no es condición necesaria para la salvación — eso sería salvación por obras —, sino parte de la salvación que se recibe por la fe en Cristo.

El ángel le dijo a José: “Llamarás su nombre JESUS (que significa ‘Jehová es salvación’), porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Por lo tanto, podemos decir que nadie puede confiar en Cristo para una salvación genuina a menos que también confíe en él para su santificación. Esto no quiere decir que el deseo de santidad tiene que ser un deseo consciente en el momento en que la persona acude a Cristo, sino más bien que el Espíritu Santo que hace nacer en nosotros la fe salvadora, también hace surgir en nosotros el deseo de ser santos. Sencillamente no puede hacer lo uno sin hacer lo otro al mismo tiempo.

Pablo dijo: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11,12).

La misma gracia que nos trae la salvación es la que nos enseña a renunciar a la vida de impiedad. No podemos recibir sólo la mitad de la gracia de Dios. Si la hemos experimentado en alguna medida, hemos de experimentar no solamente el perdón de los pecados sino también liberación del dominio del pecado. Esto es lo que quiere decir Santiago en ese pasaje difícil de entender sobre la fe y las obras (Santiago 2.14-16). Sencillamente nos está diciendo que una “fe” que no produce obras — una vida santa, en otras palabras — no es una fe viva sino una fe muerta, en nada mejor que la que poseen los demonios.

El carácter de Dios exige que haya santidad en la vida del creyente. Cuando nos busca para salvarnos, nos busca también para que tengamos comunión con él y con su hijo Jesucristo (1 Juan 1:3). Pero Dios es luz; en él no hay tinieblas en absoluto (1 Juan 1:5). ¿Cómo, entonces, podemos tener comunión con él si seguimos viviendo en tinieblas?

La santidad, en consecuencia, es indispensable para la comunión con Dios.

David preguntó: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?” (Salmo 15:1). Equivale a decir: “Señor, ¿quién puede vivir en comunión contigo?” La respuesta que se ofrece en los cuatro versículos posteriores puede sintetizarse así: “El que vive una vida santa.”

La oración constituye una parte vital de la comunión con Dios; mas el salmista dijo: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmo 66:18). Inclinarse a la iniquidad equivale a desear lo malo, amar el pecado en medida tal de no estar dispuesto a abandonarlo. Sabemos que está allí, pero procuramos justificarlo de algún modo, como el chico que dice: “Y bueno, él me pegó primero.” Cuando nos aferramos a algún pecado, no estamos buscando la santidad y no podemos tener comunión con Dios.

Dios no nos exige una vida perfecta, sin pecado, para que podamos tener comunión con él, pero sí exige que tomemos en serio el asunto de la santidad, que sintamos tristeza en el corazón cuando pecamos, en lugar de tratar de justificarlo, y que sinceramente procuremos alcanzar la santidad como un modo de vida.

La santidad es necesaria también para nuestro propio bienestar. Dice la Escritura: “El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6). Esta declaración presupone la necesidad de la disciplina en nosotros, por cuanto Dios no la administra en forma caprichosa. Nos disciplina porque necesitamos ser disciplinados.

Persistir en la desobediencia equivale a aumentar la necesidad de la disciplina. Algunos de los creyentes de Corinto persistían en desobedecer, hasta el punto en que Dios tuvo que quitarles la vida (1 Corintios 11:30).

David describió así la disciplina del Señor: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32:3,4).

Cuando Dios nos habla acerca de algún pecado, es preciso que prestemos atención y adoptemos medidas.

Si dejamos de encarar la cuestión, corremos el peligro de que su mano disciplinadora se cierna sobre nosotros. Como dijo Pedro: “Conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17). Dios toma en serio la cuestión de la santidad en la vida de su pueblo, y nos disciplina con el fin de lograrla.

La santidad es necesaria también para el efectivo servicio para Dios. Pablo le escribió a Timoteo: “Si alguno se limpia de (propósitos viles), será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2 Timoteo 2:21). La santidad y la utilidad están vinculadas entre sí. No podemos brindarle a Dios nuestro servicio en un vaso impuro. El Espíritu Santo es la persona de la Trinidad que hace que nuestro servicio sea efectivo y que nos capacita para el servicio. Notemos bien que se le llama Espíritu Santo, o Espíritu de Santidad. Cuando damos rienda suelta a la naturaleza pecaminosa y vivimos en la impiedad, alejados de la santidad, contristamos al Espíritu de Dios (Efesios 4:30), y nuestro servicio será vano. Nos estamos refiriendo a ocasiones en que nuestra vida se caracteriza por la impiedad, y no a aquellas en que cedemos a la tentación pero inmediatamente pedimos a Dios que nos perdone y nos purifique.

La santidad es también necesaria para contar con la seguridad de la salvación — no en el momento de la salvación, sino en el curso de la vida. La fe verdadera siempre se hará evidente por sus frutos. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17). La única prueba segura que tenemos de que estamos en Cristo, es una vida santa. Juan dijo que todo el que tiene en sí la esperanza de la vida eterna se purifica a sí mismo, así como Cristo es puro (1 Juan 3:3). Pablo dijo: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). Si no sabemos lo que es la santidad, podemos jactarnos de que somos creyentes, pero no tenemos al Espíritu Santo en nosotros. Entonces, todo el que se profesa cristiano creyente debe hacerse la siguiente pregunta: “¿Hay evidencia de santidad práctica en mi vida? ¿Busco y deseo la santidad? ¿Me entristece no lograrla y procuro insistentemente la ayuda de Dios para lograrla?”No son los que profesan conocer a Cristo los que entrarán al cielo, sino aquellos cuya vida es santa. Ni siquiera aquellos que hacen “grandes obras para Cristo” entrarán al cielo, a menos que cumplan la voluntad de Dios. Jesús dijo: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23). 

Fuente: juventudcristiana

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